No "gastar las palabras"






Una noche, sentado en una mesa de un bar, escuché por casualidad esta conversación entre madre e hija:
“¿Mamá, pero quiere saber cual es la verdad que respiro cada mañana en mi instituto? ¡Es que los profesores muchas veces gastan las palabras! Para mí esas palabras tienen un sentido. ¡Así se ofende mi sentido!”.
La madre que la escuchaba atentamente y yo, que me sentí tocado por esa afirmación, quedamos “sin palabras”. Nada que decir, nada que contestar. Simplemente en silencio, apreciando la claridad de percepción y la equilibrada fuerza de esa chica de 16 años.

Pero ¿Qué se entiende por gastar las palabras?
Yo diría: hablar inútilmente, hablar quitando valor y fuerza a las palabras, hablar mucho y empleando por eso una multitud de palabras vacías. En síntesis perder tiempos y energías propias y de los otros que escuchan. La definición inglés que más se acerca a nuestro significado es waste one´s breath: malgastar el aliento, “tirar a la basura” nuestro precioso soplo vital. Terminaría aportando la graciosa afirmación que me solía decir mi querida abuela romana cuando se encontraba delante de un tipo con características de charlatán…me decía en dialecto romano:

“Quest’è uno che com’apre bocca je da’ fiato”

o sea: “Esta es una persona que, en el momento justo de abrir la boca, ya deja salir su aliento”. Para decir de un hombre que no tiene conciencia de lo que está diciendo, que no reflexiona antes de hablar…que malgasta su aliento.


La Palabra auténtica tiene un poder enorme, tiene la capacidad de aportar belleza y fuerza en un diálogo, así cómo la calidad de poder acariciar el alma del otro con su verdad profunda. Qué decimos, y cómo lo decimos, asume una importancia increíble en nuestras conversaciones cotidianas. Decía el filósofo y teólogo RaimonPanikkar:

“Cuando hablamos de verdad, no sólo alertamos nuestra humanidad, sino que la transformamos”.

Dar sentido y calidad a cada una de nuestras palabras es una práctica profundamente estética, en el sentido que da beneficio concreto a quien habla y a quien escucha. Es una manera de vestir de belleza nuestros intercambios cotidianos. En cualquier lugar, en cualquier ámbito. Desafortunadamente, hoy en día, la normalidad está hecha de muchas palabras inútiles y de poca sustancia. Y la madura afirmación de la chica de 16 años, con respecto a la modalidad de enseñanza de su profesores de Instituto, representa una realidad que es más una constante que una excepción. Justamente ella, casi indignada, decía: “Para mí esas palabras tienen un sentido. ¡Así se ofende mi sentido!”. Justamente ella, que tiene que prestar atención a palabras vacías y repetitivas, reacciona con vehemencia a lo que le parece una falta de consideración y de respeto hacia su gana de aprender y crecer.

Es una gran forma de respeto hacia el otro cuidar el contenido y la forma de lo que decimos. Además, estoy convencido de que cultivar constantemente nuestra expresión verbal es una manera de amarse. Porque la calidad de lo que decimos nutre también nuestra interioridad y nos ayuda a seguir en el camino de construcción sensible de nuestra belleza.

Concluyo con un escrito (la traducción del italiano al castellano es mía) de la escritora francesa Christiane Singer, sobre la importancia de la palabra:

“La palabra no es el contrario del silencio. Es la parte audible del silencio…las palabras dejan visible el silencio. Entre las palabras mentirosas, las desenfocadas, las provocadoras, ligeras, proliferan los tumores del silencio negro. Cuatro no-virtudes tibetanas se refieren a la palabra: el discurso mentiroso, el discurso grosero, lo que tiende a dividir y el discurso estúpido. Estas cuatro comparecen al lado del homicidio y del robo”

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