"Dos Voces para un Patio de Vecinos en Roma" - Un cuento sobre Testaccio, pintoresco barrio de mi infancia




Gran parte de mi infancia se desarrolló en un patio de vecinos. Llamaban a mi barrio la “Ciudad Jardín”, porque el diseño arquitectónico había previsto varias manzanas con bloques de viviendas de 7 plantas que rodeaban grandes patios llenos de árboles y plantas. Dentro de estos patios de vecinos vivían todas nuestras historias: los niños jugaban y se peleaban, las madres charlaban y organizaban improvisadas spaghettata, los padres comentaban el fútbol y la política. Esto era el centro de Roma en los primeros años ’70. Esto era Testaccio, mi amado barrio popular, conocido por todos como er core de Roma (el corazón de Roma). 

Esos eran años de transición, tensión y gran incertidumbre para Roma y para toda Italia. Se nombrarán más tarde como “los años de plomo”, por el duro enfrentamiento sociopolítico que involucró multitudes de jóvenes con índole revolucionaria de todas las facciones y por las represiones violentas consumidas a diario. Se llamarán los años de plomo porque alguien, en un momento dado, empezó a disparar. Y hubo armas, proyectiles, plomo en las calles. Roma era central en esto, capital política, punto neurálgico de cada posible cambio y de las muchas inevitables restauraciones.
Sin embargo, mi barrio vivía algo a parte. Dentro de sus patios se formaban pequeñas comunidades con identidad propia, separadas de la calle por altas cancelas verdes de hierro que preservaban un variopinto microclima humano a la vez que nos protegían del exterior. De todos los vientos de plomo, que se propagaban por la agitada ciudad, nuestros padres dejaban entrar solo los soplos inocuos, los más vitales y pacíficos. 

Dentro de uno de esos patios estaba yo. A pesar de mi naturaleza tímida y reservada de niño, no había manera de quedarte a solas, a distancia. La vivaz tempestad humana te cogía y te revolcaba. No había modo de sustraerse. Tenía que navegar sin rumbo entre miles de juegos, carcajadas, carreras, madres y padres, pizzas y spaghetti. Todo se desarrollaba como en una película del neorrealismo italiano, con personajes pintorescos que improvisaban guiones siempre nuevos y la banda sonora de las interminables voces del patio. Digo interminables porque, como si se tratara de una jungla, había sonidos que señalaban la madrugada y otro que tardaban en despedir el día, cuando ya todos querían entrar en un sueño profundo.
Hay que decir que esas voces te entraban dentro, se convertían en algo familiar, daban presencia al tiempo y poquito a poco iban creando una memoria auditiva que sabía a plenitud durante mi vivencia de niño. Por supuesto dentro de las mil voces de barrio romano hay algunas que todavía se quedan grabadas en mí, no tanto por su valor afectivo, cuanto por el recuerdo de una modalidad de vida que tenía sus colores cálidos y que, en poco tiempo, fue desvaneciendo.
Dos voces me recuerdan, por su singularidad, mi patio de vecinos: la del stracciarolo y la del ducento lire. 

El stracciarolo era un hombre delgado, de mediana edad, que todos los domingos por la mañana pasaba por los patios de vecinos para recaudar los stracci: vestidos usados,
alfombras rotas, mantas gastadas... 
Entraba en el patio todos los domingos a la misma hora, a las 07.00, preciso como un despertador, se disponía en el centro del jardín y gritaba con su voz ronca, casi dándole matiz de cantaor flamenco: 

“¡¡¡Stracciarolooooooooo!!!...¡¡¡Stracciarolooooooooo!!!...¡¡¡Stracciarolooooooooo!!!” 

Yo recuerdo perfectamente la sensación al oír el eco de su voz, al disfrutar los silencios que seguían y al despertarme de sobresalto por el ruido de los stracci que la gente le lanzaba asomándose, en pijama desde sus ventanas, directamente al suelo. Eran lanzados de hasta la séptima planta y, a veces, de pesados abrigos invernales. Eran golpes al suelo que te quitaban el sueño de inmediato. Esa voz ronca del stracciarolo a mí me gustaba, me sabía a domingo, a patio, a divertido, a algo tan extraño que me hacía gracia y me daba la sensación que todo iba bien, que todo seguía con el ritmo y el color de siempre. La voz del stracciarolo me confortaba, sentía la emoción de una comunidad que te envuelve, aunque tú no hagas casi nada por querer participar. Un latir del tiempo con sabor a humanidad.

El ducento lire era un chico joven que cada tarde pedía a su madre ducento lire (200 liras = cerca de 18 viejas pesetas españolas) para irse a comprar algo a la tienda más cercana: un helado, chicles, chuches... Cuando le entraba el antojo de algo, él lo dejaba todo, se dirigía bajo la ventana de la sexta planta de su madre. Se ponía la mano en forma de altavoz al lado de la boca y empezaba:

“¿A Máááá, che me dai ducento lireeeee?” (Ma´, ¿Me das 200 liras?)

Había encontrado una técnica vocal increíble para dar resonancia a su pedido, parecía tener un “efecto cueva” incorporado por la reverberación que se escuchaba. Y sobretodo repetía la letanía decenas de veces. Hasta que la anciana madre, se asomaba de la ventana y le gritaba: 

“¡¡¡E statte zitto, che mica so’ sordaaa!!!” (¡Cállate ya, que no soy sorda!)

Después le bajaba la cesta, con la cartera dentro, directamente de la ventana. La bajaba lentamente con un cordón. Justo el tiempo que nosotros niños formábamos grupito alrededor del ducento lire porque sabíamos que la anciana madre siempre daba algo más para nosotros. Y así, cuando él recibía el contenido le gritaba, con el mismo reverbero: 

“¡¡¡A maaa ́...grazzzie!!!” (¡Gracias Ma´!)

y se escapaba con nosotros a comprar delicias.

Luego volvíamos al patio y todo seguía como siempre.
Nosotros jugando protegidos por la cancelas verdes, los padres hablando de fútbol, algunas madres bajando kilos de spaghetti a compartir, las manifestaciones y los enfrentamientos por las calles del centro de Roma.
Y el domingo por la mañana el
stracciarolo a despertar el día de fiesta. 


Cuento nacido durante los encuentros "DAR VOZ A A LA VIDA" 
- escritura creativa y canto - conducidos por Silvia Tocco e Germana Giannini

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